25/04/2025
Esta semana, en "Movilizados por la Ciudad", compartí un editorial que me nació tras la muerte del Papa Francisco. Y aunque soy agnóstico -y por ende, no me mueve la dimensión espiritual de su figura- no puedo dejar de observar con interés el modo en que su fallecimiento despertó una oleada de devoción global. A partir de esa reflexión inicial, decidí ampliar en este artículo algunas ideas que, más allá del impacto puntual de su muerte, nos invitan a revisar con honestidad la fragilidad de nuestras convicciones cuando se enfrentan al paso del tiempo.
Por
Iván Leske
Francisco fue un Papa de gestos. Un hombre que, más allá de las enormes contradicciones estructurales que arrastra la Iglesia, supo mostrar austeridad, sencillez y cercanía. Su modo de estar en el mundo -y en especial, su manera de hablarle al mundo- caló hondo en muchas personas. Y ahora, tras su partida, vemos un fenómeno que no es nuevo, pero sí recurrente: la exaltación post mortem.
Lo vimos en redes, en medios, en declaraciones, en homenajes espontáneos. Multitudes recordando sus palabras, rescatando sus gestos, remarcando su legado. Y frente a eso, me surgió una pregunta que compartí al aire y hoy vuelvo a traer: ¿cuántos, realmente, viven pensando en el otro?
Foto de libertaddigital.com
Porque si hay algo que Francisco supo representar en sus mejores momentos fue eso: una mirada hacia el otro. Una invitación a reconocernos en quienes nos rodean. A cuidar, a empatizar, a actuar en consecuencia. Sin embargo, ese mensaje, cuando se convierte en una simple frase compartida o un recuerdo conmovedor, pierde su potencia si no se traduce en una transformación concreta en nuestras acciones diarias.
Y ahí está el punto que más me interpela. No solo como comunicador, sino como ciudadano.
Pensar en el otro no debería ser una consigna que aparece solo cuando alguien muere o cuando ocurre una tragedia. Debería ser un principio rector de nuestra forma de convivir, de construir espacios, de organizarnos como sociedad.
Y sin embargo, vemos lo contrario. En nuestras ciudades, lo más evidente no es la empatía sino la falta de ella. La falta de respeto, de responsabilidad compartida, de compromiso real. Y esto no solo aplica a quienes se mueven por las calles, sino -y sobre todo- a quienes toman decisiones que afectan cómo nos movemos, cómo vivimos, cómo nuestras acciones impactan en los otros y cómo nos cuidamos, acaso, entre todos.
Hay un problema estructural cuando las soluciones a los problemas urbanos se reducen a "cumplir" con lo que se pide, sin evaluar, sin analizar, sin mirar el contexto. Cuando la respuesta a un reclamo social es apenas simbólica, sin profundidad ni transformación de fondo, seguimos actuando por reflejo, no por conciencia. Seguimos administrando la inercia en lugar de proponer futuro.
Foto de infobae.com
Pensar en el otro implica mucho más que reaccionar ante una pérdida. Implica preguntarnos, todos los días, cómo hacemos para que nuestras ciudades, nuestras decisiones y nuestras relaciones estén marcadas por el cuidado, por la empatía y por la responsabilidad.
Mientras el mundo despide a Francisco, muchas otras vidas -anónimas, silenciosas, cotidianas- se pierden en accidentes evitables, en espacios diseñados sin perspectiva humana, en sistemas que no priorizan a las personas.
Ojalá que el fervor que despierta la muerte no se agote en homenajes. Ojalá nos anime a vivir de otro modo. Más conscientes. Más conectados. Más atentos.
Que no necesitemos perder para empezar a ver.
Porque mientras el mundo asimila la pérdida de Francisco, ya comienza la expectativa por conocer a quien será su sucesor. Seguramente volveremos a ver un nuevo pico de fervor, ahora más marcado entre los fieles. Y cada gesto del nuevo Papa será analizado con lupa, en busca de una impronta propia. Veremos cuál será. Pero lo cierto es que no hace falta ocupar un trono para dejar huella. Ni morir para despertar devoción. Lo que hace falta -como Francisco nos recordó una y otra vez- es pensar en el otro.
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